Las
palmeras agarraban con sus brazos el cielo enrojecido que, como aquel que del
exilio vuelve, hacía su aparición cada atardecer. Los vestigios de la huerta
murciana se olían, se sentían y se sentaban en alguna esquina como los ancianos
veteranos que a sus sillas eran fieles combatientes. Todo se podía mezclar en
una única virtud exquisita, en el rio que permanecía humilde y silencioso ante
aquel divino apéndice escondido.
Los
hogares por allí no dejaban mucho que desear a los ciudadanos exquisitos y todo
lo eran ahora para mí. Frente a ellos el llanto de un bebe me recordaba a la
vida más primitiva y al latir más acertado que podían en ese momento desear mis
entrañas. Me sentía rehén y prisionera de mis años cuando elucubraba con ser
autóctona de maderas desconchadas y tenues olores vegetales. El camino se
perdía hacia donde no llegaban los ojos pero no iría más allá de mi imaginación
caprichosa. Ella deseaba por todos los medios enterrarse en esa tierra y
florecer convertida cualquier ser que testamentara permanecer anclado a esa
rivera las eternidades que al mundo le quedasen.
Este
año el verano había entrado en la cuidad en Julio mas lo que la humanidad
entera desconocía era que entre esos kilómetros se resguardaba el resto del
tiempo. Era un cofre protector que abría a las puertas de la urbe y cerraba a
los pies de los pinos. Si no hubiera sido una Schehrazada, mil y una razones
habría hallado para perecer de amor bajo su fracción de estrellas. Hubiera
matado por volver a nacer convertida en anciana temeraria que con ajados
zapatos cierra la puerta de su agrietada casa.
A la
orilla del río humilde, volví a pensar en el amor como un hecho irreparable,
como la locura convertida en jazmín venenoso.
A la
orilla del río humilde reconocí que me alojo más allá, en la arquitectura
ciudadana,
pero
que mi sangre solo recuerda su ardor y tono bajo aquel cielo que atardece.
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