lunes, 8 de julio de 2013

Humilde río



Las palmeras agarraban con sus brazos el cielo enrojecido que, como aquel que del exilio vuelve, hacía su aparición cada atardecer. Los vestigios de la huerta murciana se olían, se sentían y se sentaban en alguna esquina como los ancianos veteranos que a sus sillas eran fieles combatientes. Todo se podía mezclar en una única virtud exquisita, en el rio que permanecía humilde y silencioso ante aquel divino apéndice escondido.

Los hogares por allí no dejaban mucho que desear a los ciudadanos exquisitos y todo lo eran ahora para mí. Frente a ellos el llanto de un bebe me recordaba a la vida más primitiva y al latir más acertado que podían en ese momento desear mis entrañas. Me sentía rehén y prisionera de mis años cuando elucubraba con ser autóctona de maderas desconchadas y tenues olores vegetales. El camino se perdía hacia donde no llegaban los ojos pero no iría más allá de mi imaginación caprichosa. Ella deseaba por todos los medios enterrarse en esa tierra y florecer convertida cualquier ser que testamentara permanecer anclado a esa rivera las eternidades que al mundo le quedasen.

Este año el verano había entrado en la cuidad en Julio mas lo que la humanidad entera desconocía era que entre esos kilómetros se resguardaba el resto del tiempo. Era un cofre protector que abría a las puertas de la urbe y cerraba a los pies de los pinos. Si no hubiera sido una Schehrazada, mil y una razones habría hallado para perecer de amor bajo su fracción de estrellas. Hubiera matado por volver a nacer convertida en anciana temeraria que con ajados zapatos cierra la puerta de su agrietada casa.

A la orilla del río humilde, volví a pensar en el amor como un hecho irreparable, como la locura convertida en jazmín venenoso.

A la orilla del río humilde reconocí que me alojo más allá, en la arquitectura ciudadana,
pero que mi sangre solo recuerda su ardor y tono bajo aquel cielo que atardece.

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